Después de incursionar en los frentes más impensados de la realidad nacional, ahora la más reciente campaña de descrédito contra Cuba –no la última, por supuesto– tiene como centro de atención el destino de nuestros difuntos: «Cubanos estarían siendo enterrados en fosas comunes», decía un reciente titular de prensa.
Con imágenes de otra geografía, algunas muy mal seleccionadas, por cierto, la campaña echó a andar en el municipio avileño de Morón, de allí «voló» hasta el oriente del país y, a juzgar por su velocidad de propagación, comparable con la de las cepas más letales, muy pronto pudiera estar también en Pinar del Río.
«En Guantánamo los están enterrando en los montes y solo podrán sacar los restos en diez años», escribía en redes una usuaria, a quien evidentemente el entusiasmo olímpico de estos días le ha hecho creer que puede superar la antológica mentira, propagada a inicios de la Revolución, de que nuestros niños estaban siendo enviados a la antigua Unión Soviética para ser convertidos en productos cárnicos enlatados.
Casi año y medio después de haber sido detectados los primeros casos de contagio con el coronavirus en el país, la obsesión por desacreditar la gestión del Gobierno cubano en el manejo de la pandemia pareciera no tener límites: que si ocultamos los casos, que si los protocolos para el tratamiento no son los indicados, que si nuestras vacunas no resultan confiables, que si nuestro sistema de Salud no funciona, que si necesitamos un SOS Matanzas o un SOS Cuba, una intervención humanitaria o, mejor, una invasión militar.
El empleo de la pandemia como herramienta de presión y de guerra contra Cuba ha sido denunciado reiteradamente por el miembro del Buró Político del Partido y ministro de Relaciones Exteriores, Bruno Rodríguez Parrilla, quien, en conferencia de prensa celebrada el pasado 13 de julio, aseguraba que constituye «una verdadera desvergüenza que algunos voceros de Estados Unidos hayan dicho que el pueblo cubano –como si de pueblo se tratara– reclamaba vacunación y atención a los enfermos de la covid-19».
El Canciller todavía fue más enfático cuando proclamó ante los reporteros asistentes: «No hay en Cuba fosas comunes, como las que están en el estado de Nueva York, imágenes que ustedes han visto, aunque hablen poco de ellas; no ha habido muertos en las calles, como los hubo en Guayaquil, por cientos; no ha habido corrupción en relación con la vacunación, como la que implica al Presidente de Brasil…».
Cuando empezó la alharaca de las fosas comunes, un término demasiado espectacular como para despreciarlo en la narrativa que día a día usan los medios que adversan a la Revolución, el diario Invasor, de Ciego de Ávila, verificó que, al margen de los problemas existentes en los camposantos de las ciudades de Morón y de la capital provincial –necesitados de ampliación y de mejores condiciones de infraestructura, incluso antes de la pandemia–, hablar de fosas comunes y enterramientos ocultos en aquella provincia resultaba, cuando menos, engañoso.
Cuba no esconde ni disimula las secuelas de un pico pandémico que está cobrando diariamente la vida de decenas de compatriotas, algo que la Isla incluso logró evitar en otras etapas de la epidemia; tampoco que nos faltan medicamentos e insumos médicos, muchas veces como consecuencia del bloqueo recrudecido y de la persecución financiera que ya dura más de 60 años; al tiempo que se reconocen debilidades y problemas en los servicios funerarios.
Algunos de ellos –la falta de espacios en nuestros cementerios; la lentitud en las inversiones para la construcción de bóvedas, nichos y osarios, y la demora en la generalización de los sistemas de cremación– han sido ampliamente debatidos en la Comisión de Salud y Deportes de la Asamblea Nacional del Poder Popular, y abordados en los diferentes medios públicos del país, incluido Granma.
Pero en este asunto no hay margen para equívocos: una cosa es el creciente número de fallecimientos que vienen ocurriendo en determinadas provincias, como resultado de la agresividad y la alta letalidad del virus; que muchas personas, por tradición familiar o creencia, opten por realizar la inhumación directamente en tierra y que persistan los problemas reconocidos en nuestros servicios fúnebres; y otra, muy distinta, es hablar de fosas comunes y enterramientos ocultos en Cuba, sin la debida identificación y el consentimiento de los familiares.
Ya esto último queda en los territorios de la ficción, del morbo y del ruido que producen ciertas aves carroñeras que, por lo visto, siempre estarán a la caza de «lo que caiga», con apetito insaciable.
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